NOSOTROS, LOS INDIOS

Si esto es vivir en serio,

preferimos hacer el indio

(La Polla Records, 1985)

Quizá uno de los aspectos más dignos de atención del Konsejo de tribus sea precisamente su identificación con las tribus indias, su rechazo expreso del legado occidental, del que como blancos europeos se les suponía herederos, y su adopción de una cultura salvaje y extraña. En su aparente simplicidad, este gesto entrañaba una radical oposición al modo en que usualmente establecemos la identidad de forma sospechosamente parecida a una imposición bautismal que ya se confirmará con la edad, la cual pasaba ahora al ámbito de la libre, que no arbitraria, elección: ustedes, señor padre, señor profesor, señor jefe, señor policía, señor adulto…, no van a decirnos quiénes somos, eso lo decidiremos nosotros, y, si hay algo claro, es que no tenemos nada que ver con vosotros. No nos tragamos vuestro cuento del “Éranse una vez los griegos y luego vino Cristo”; estamos del lado de los rebeldes y los oprimidos del mundo; queremos ser indios y, por eso, lo somos.

No era la primera ni la última vez que un grupo de jóvenes blancos decidía identificarse con los indios americanos ¿una apropiación cultural? Ya lo veremos—. El precedente más conocido y al que remite explícitamente el Konsejo de tribus fueron los indios metropolitanos italianos. Pero antes y después de ellos, existe una larga historia de reivindicaciones de «lo indio» dentro del continente europeo que conviene tener en cuenta a la hora de valorar en su justa medida el gesto específico del Konsejo de tribus. La historia que a continuación proponemos es, no obstante, forzosamente parcial, aleatoria y fragmentaria, dada la inabarcable cantidad y disparidad de documentos. Seguramente, tú misma podrás añadir más materiales. Pues bien, como solemos decir por aquí: “quant més sucre, més dolç”.

Las valoraciones «positivas» de las poblaciones nativas americanas entre los europeos son tan antiguas como el primer contacto entre ambos continentes. Desde el mismo Colón1 y Pedro Mártir de Anglería hasta Rousseau, pasando por fray Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga o Montaigne, sin olvidar la isla de Utopía cuya incierta ubicación no impide enmarcarla dentro del Nuevo Mundo recién descubierto por los europeos2. A la mayoría de estas descripciones del indio como buen salvaje se les ha echado en cara, con razón, su carácter etnocentrista y a menudo connivente con el colonialismo, ya fuera porque el indio era considerado meramente como un cristiano en potencia o porque quedaba asimilado a arquetipos preexistentes en el imaginario occidental (la siempre añorada Edad de Oro, donde no había “otras ocupaciones que las descansadas”): un espejo invertido de nuestros vicios pero siempre de acuerdo con nuestra propia moralidad.

No obstante, para el tema que aquí nos ocupa importa más señalar que, aunque el relato del «buen salvaje» suponía cierto contrapunto a la manera decididamente supremacista de entender al otro de, por ejemplo, un Sepúlveda o un Churchill, a fin de cuentas, el indio no dejaba de ser un «otro». Lo que, en contrapartida, significaba que, pese a las muchas diferencias que pudieran existir en el seno de la sociedad occidental, ésta constituía un «nosotros» unitario: nosotros, los cristianos; nosotros, los civilizados; nosotros, los corruptos y degenerados…

Así estuvieron las cosas hasta el siglo XIX, al menos entre la intelectualidad europea. A nivel popular, existen indicios de que en determinados tiempos y lugares se dieron ejemplos aislados de una cierta identificación. Probablemente el caso más antiguo sea el de Gonzalo Guerrero ( 1536), un soldado de Palos de la Frontera que, tras naufragar y ser hecho prisionero por los mayas, acabó totalmente asimilado a su cultura y murió luchando junto a ellos en contra de los conquistadores españoles. Sin duda, menudearon otros casos de identificación personal, que atestaron también el campo de la ficción, desde James Fenimore Cooper por lo menos, con historias de blancos adoptados o raptados por los indios. Y todavía en pleno siglo XX nos topamos con las tragicómicas biografías de Buffalo Child Long Lance, Iron Eyes Cody, Grey Owl o Red Thunder Cloud.

Un tipo de identificación más colectiva quizá se diera entre los Negros de Waltham (1721-1723), un grupo de cazadores furtivos que actuó en los bosques del sureste de Inglaterra dentro del contexto de los cercamientos de tierras comunales. Su sello distintivo eran unas máscaras y unos guantes negros. Y, aunque, naturalmente, la ocultación del rostro servía al objeto de mantener el anonimato de los miembros de la banda, algunas noticias sugieren que por medio de este disfraz pretendían también identificarse, no ciertamente con los indios, sino con los africanos esclavizados para trabajar en América3. De ser esto así, cabría preguntarse: ¿qué es lo que motivaba tal identificación? ¿Era su condición de esclavos, de máximos desposeidos o se trataba, más bien, de su supuesto salvajismo y su capacidad para infundir terror a los civilizados terratenientes anglosajones?

También entre los piratas, o por lo menos entre algunos de ellos, se dio no tanto una identificación como una comunidad de desterrados de todas las razas y naciones y, más excepcionalmente, hasta de géneros, que quedaba por ello fuera y como una amenaza para todos los estados-naciones que justo entonces estaban construyéndose. Tenemos noticias de algunos piratas nativoamericanos4, aunque todo parece indicar que fueron minoría en proporción a la cantidad de europeos y africanos, seguramente debido al hecho de que las poblaciones indígenas del Caribe estuvieron entre las primeras en ser casi totalmente exterminadas. Pero lo importante aquí es que no había nada que impidiera a nadie ser pirata. Los vínculos del lugar de nacimiento, de la sangre e incluso de la religión quedaban abolidos ante la libertad de un mar que aún no reconocía dueños; y, por lo tanto, ni siquiera sería adecuado hablar de piratas europeos, africanos o nativoamericanos, sino simple y llanamente de piratas, una identidad libremente elegida, como la del Konsejo de tribus.

El carnaval y las fiestas de disfraces es otro espacio posible en el que los blancos europeos pudieron identificarse, aunque sólo fuera por un día, con los indios americanos. El tema es complicado. Para empezar, casi todas las noticias que tenemos de los siglos XVI-XVIII corresponden a mascaradas oficiales, donde los disfraces de indios jugaban un papel prefijado e inequívoco: representar el sometimiento de América a la monarquía hispánica5. Por otro lado, en el continente americano parece que ese poquitito más de libertad que se transigía durante los carnavales fue aprovechado por algunas comunidades indígenas para revivir sus tradiciones a menudo con la aquiescencia de las autoridades españolas, que trataban de integrarlas así en un calendario y un código de conducta que en definitiva venían dados desde Europa, por más que algunas veces dichas celebraciones deviniesen conflictivas—; de modo que casi podría decirse que por carnaval los indios se quitaban el disfraz. Ahora bien, todavía podemos preguntarnos si en un tercer ámbito, el de los carnavales más populares que se celebraban en Europa, el disfraz de indio tuvo alguna importancia reseñable y, de ser así, cómo cabría interpretar su significado. Mi ignorancia me obliga a dejar estas cuestiones en el aire, a la espera de que algún especialista en el Siglo de Oro pueda arrojar algo de luz.

Volvamos ahora al campo intelectual para tratar brevemente de un autor que, como nunca antes, señaló una escisión en el seno de la sociedad occidental, que la hacía incompatible con su consideración como un todo unitario. Nos referimos, claro, a Marx y a su división entre las clases desposeídas/trabajadores y los burgueses/propietarios. Sin duda, Marx estaba elevando a categorías sociológicas comportamientos que se daban ya en la calle, cosas como que los trabajadores de Alemania se sintieran más solidarios con los obreros franceses que con los patrones alemanes (al igual que los mandamases de ambos países entre ellos, pese a la libre competencia, cuando se trataba de proteger sus privilegios). Pero no hay que restarle mérito a la hora de elaborar teóricamente esta noción identitaria de clase, que, a su vez, sirvió para fortalecer la solidaridad internacional de los trabajadores, al menos hasta que la primera guerra mundial hizo titubear a muchos de los líderes mal llamados «socialistas».

Ahora bien, la conceptualización marxista, a diferencia probablemente de las intuiciones de la mayoría de trabajadores, tenía unos límites muy marcados. Y es que, por un lado, se circunscribía sólo a aquella parcela del mundo que había ingresado ya en la fase de producción capitalista6; mientras que, por el otro, dejaba fuera a esos otros desposeídos que, aun viviendo dentro de las sociedades capitalistas, no se sometían a la lógica del trabajo asalariado y se buscaban la vida en sus márgenes, esto es, lo que el mismo Marx bautizó como el lumpemproletariado: “roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, […] vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos; en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème […] esta hez, desecho y escoria de todas las clases“.7

Curiosamente o, quizá, no tanto, la siguiente identificación de un grupo de europeos con los indios americanos, que es la primera inequívoca y a gran escala, proviene de ese submundo del lumpen. Se trata de los apaches de París, cuyo “reinado de terror” se extiend desde finales del siglo XIX hasta 1914. Por lo visto, el nombre de «apaches» fue una invención periodística8, lo que no obstó para que los así designados se apropiaran de la denominación. De hecho, como suele ocurrir cuando la prensa se pone a crear categorías, sirvió de aglutinador para una serie de outsiders que probablemente nunca se habrían visto en el mismo saco de no ser por ella: ladrones, atracadores, proxenetas, prostitutas, vagabundos, traficantes, delincuentes de toda laya, juerguistas, jugadores, anarquistas…, además de como polo de atracción para los jóvenes pobres, que encontraron en el fenómeno una vía rápida para intentar escapar a su miseria. Y si, como parece evidente, la intención de la prensa al llamar así a toda esa chusma era negarle su condición de civilizados (no se comportan como ciudadanos franceses, sino como esa tribu de indios salvajes de América), el hecho de que acabara siendo asumida y deseada por un segmento de la población europea es indicativo de otra brecha, seguramente bastante inconsciente, abierta en el interior del viejo mundo, ahora entre el lumpen o la canalla, por un lado, y entre la buena sociedad, por otro, ya se tratara del burgués ilustre o del honrado trabajador.

Tras los apaches, es de todos conocido que en la subcultura hippie de finales de los 60 y principios de los 70 eran frecuentes los avalorios indios; tal vez no tanto que entre los sectores más politizados, como aquel Wally Hope de quien nos habla Penny Rimbaud en “El último de los hippies”, la reivindicación iba más allá de lo estéstico. Pero, antes de seguir con nuestro relato de las sucesivas identificaciones con los indios a lo largo del siglo XX, convendría hacer un alto y preguntarnos por el conocimiento que tenían los jóvenes europeos de entonces de las culturas nativas americanas. En un principio, muy escaso y, por norma general, procedente de novelas, cómics y películas realizados por blancos. El sesgo positivo o negativo que estos productos culturales ofrecían de los indios podría antojarse en según qué casos irrelevante, puesto que, por ejemplo, un apache parisiense lo que precisamente quería era ser el malo de la película, y cuanto más malo fuera su modelo mejor. Desde luego, tampoco podemos pasar revista a todos ellos. Pero, con vistas a lo que vendrá a continuación, me parece interesante detenernos en al menos un par de películas9 que presentaron a los indígenas de una manera hasta cierto punto amable o, en todo caso, expusieron una visión crítica sobre la actuación de los blancos.

La primera es la norteamericana Pequeño gran hombre (1970), paradigma de una serie de películas que ponían en tela de juicio los tópicos del cine clásico del Oeste, lo que se conoce como el «western crepuscular»10. El film reproduce, no obstante, el cliché del «blanco raptado», del que ya hemos hablado, que sirve de supuesto mediador entre ambos mundos. En cuanto al juicio moral que emite sobre los indios, suena también muy trillado y burdo, ocultando el problema de fondo: existen unos indios malos, los pawnee, que matan a la familia del protagonista y saquean su caravana, y unos indios buenos, los cheyenes, que los rescatan a él y a su hermana. Con todo esto, la película ofrece un retrato bastante atípico de las costumbres del pueblo indio que, no se sabe muy bien por qué, ha decidido privilegiar, con su lógica social y sus contradicciones internas, con su peculiar combinación de lucha guerrera, actividad económica, vida familiar, religión, sabiduría, moral, caza, artesanía, sexo, amor, amistad, rivalidad… y con las masacres indiscriminadas que periódicamente ejercía sobre él el hombre blanco, reflejadas con una crudeza inusitada hasta entonces en el cine11. La representación de los blancos, bastante variopinta también, se trueca en caricatura al trazar la figura del general George Armstrong Custer: un loco megalómano totalmente incapaz de discernir la realidad. La estampa resulta atractiva si se compara con retratos anteriores de Custer en calidad de héroe y mártir; pero como intento de exculpación deja mucho que desear (EE.UU. es siempre OK, sólo que tuvimos algún que otro oficial que perdía un poco la chaveta, debimos haber prestado más atención: lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir).

La segunda película es una coproducción franco-italiana: No tocar a la mujer blanca (1974), dirigida por Marco Ferreri y con guión de Rafael Azcona. Custer reaparece aquí más neurótico, más megalómano, más psicópata y más pirado que en Pequeño gran hombre, película a la que por momentos parece remitir. Pero existe una gran brecha entre ambos films, y es que el segundo está ambientado en el París contemporáneo de los años 70 del siglo XX: los casacas azules se pasean a caballo por calles asfaltadas llenas de coches y viandantes vestidos a la última que los miran sorprendidos, los indios se atrincheran en el enorme socavón que anteriormente ocupaba el mercado de Les Halles, en donde se están realizando las obras para albergar el futuro Centro Pompidou12, Nixon es el presidente de los EE.UU. y París aparenta ser parte del territorio yanqui o, por lo menos, cae dentro del teatro de operaciones de su ejército. Esta incongruencia entre el relato (la batalla de Little Bighorn) y el escenario (París 1970’s) probablemente sea el mayor acierto de la película; mediante ella, proclama que la guerra entre indios y blancos todavía sigue abierta a día de hoy y que está abierta aquí, en Europa, lo mismo que en América y en el resto del mundo, porque, en definitiva, se trata de la guerra entre quienes quieren imponer a todos los seres humanos un orden político, social y económico que favorece a una minoría y quienes se oponen a él o simplemente prefieren vivir a su aire, de modo que un general Custer13 no se diferencia de un jefe de policía parisino y un indio es en esencia lo mismo que un revolucionario.

Esto era algo que ya habían intuido los hippies politizados, entre los que se popularizó la expresión «The Man» («El Hombre») para referirse a ese sistema del que renegaban: policía, ejército, estado, jerarquías, capitalismo, autoritarismo, imperialismo, patriarcado… A ello solía sumarse una visión del imperialismo yanki en general y de la guerra de Vietnam en particular como una continuación a escala internacional de las batidas del séptimo de caballería contra los indios. No obstante, y a pesar del referido gusto del movimiento hippie en su conjunto por todos los complementos indios (torsos desnudos, chaquetas y chalecos de cuero, pelos largos, cintas, pinturas, tipis…), no sabemos de ningún colectivo hippie que decidiera calificarse abiertamente y considerarse a sí mismo como indio. Quizá tan sólo se deba a nuestra ignorancia, pues todo parece indicar que la identificación estaba ya en el ambiente, como resulta manifiesto en el film de Ferreri.

Paralelamente a este resurgimiento indio, aquellos años fueron testigos de un florecer de la literatura nativa sin precedentes; no más novelas de indios y vaqueros, sino antologías de cuentos, leyendas, poemas, canciones, aforismos y hasta recetas de cocina que pretendían recoger —con mayor o menor veracidad— la auténtica voz de los indios americanos. En cuanto a los portavoces blancos, que, pese a todo, siguieron siendo mayoría, destaca Enterrad mi corazón en Wounded Knee (1970) de Dee Brown, uno de los libros, si creemos a Rafael Argullol14, que más se leyeron durante los encierros universitarios en la Italia de 1977, junto a Alce Negro habla (1932) de John G. Neihardt. También data de esta época (1972) la famosa y apócrifa carta del jefe Seattle al presidente Franklin Pierce, que todos hemos leído y que tanta importancia ha tenido en el movimiento ecologista… Pues sí, y si aún no te habías enterado, te lo digo yo: es tan falsa como la lista de Villejuif.

Por último, aparte de las películas y demás productos culturales, desde finales de los 60 los jóvenes europeos empezaron a recibir noticias frescas, no ya sobre Toro Sentado o Gerónimo, sino de los indios contemporáneos, que en 1968 se organizaron en torno al American Indian Movement (AIM), siguiendo la estela de los Panteras Negras. El AIM fue el foco de una serie de acciones que emprendieron los nativos de distintas tribus para reivindicar derechos y autonomía, algunas de las cuales alcanzaron gran repercusión mediática: la ocupación de la penitenciaría de Alcatraz (1969-1971), la marcha conocida como «Trail of broken treaties», que concluyó con el asalto a las oficinas del Departamento de Interior en Washington DC (1972), la ocupación armada de Wounded Knee (1973) antes de que terminara el asedio policial sobre esta población, tuvo lugar también el famoso incidente de la ceremonia de los Óscars, cuando Marlon Brando se negó a recibir la estatuilla por su interpretación en El Padrino y mandó en su lugar a Sacheen Littlefeather para que leyera un manifiesto en contra del tratamiento actual de los indios en Hollywood y en apoyo a los sublevados de Wounded Knee o el tiroteo de Jumping Bull en la reserva de Pine Ridge (1975).

Cerramos aquí el paréntesis y proseguimos. Entre los numerosos y muy heterogéneos grupos que desde los años 60 buscaron en Italia una autoorganización desde abajo, con independencia de las directrices del Partido Comunista Italiano (PCI) y de su sindicato, la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL), estuvo el efímero movimiento de los ahora sí autodenominados indios metropolitanos. Su aparición pública más sonada tuvo lugar en el marco de las manifestaciones estudiantiles del 77, concretamente el día en que el secretario del CGIL, Luciano Lama, se presentó acompañado por un fuerte dispositivo de seguridad en la Universidad de La Sapienza de Roma, a la sazón ocupada por grupos estudiantiles, con la intención de dar un discurso de llamada al orden y procurar sacar algún rédito de unas protestas que habían surgido completamente al margen —si no en contra— del PCI y el CGIL. El ambiente estaba caldeado: una circular del ministro de instrucción pública, el demócrata cristiano Franco Maria Malfatti, entendida como un intento de restringir el acceso popular a la universidad, había sido el detonante de las protestas; el PCI, envuelto entonces en el proceso que se ha dado en llamar «compromiso histórico» (en suma: tratar de pactar a toda costa con la Democracia Cristiana), tildaba a los manifestantes de reaccionarios; por su parte, los verdaderos fascistas campaban a sus anchas, provocando agresiones, como la que tuvo lugar el 1 de febrero en la misma universidad romana, y siendo contrarrestados tan sólo por los universitarios15. El caso es que ese día, el 17 de febrero, Lama no pudo terminar su arenga. Varios estudiantes vestidos de indios llevaron un falso palco presidido por un monigote que parodiaba a Lama y empezaron a corear consignas como “Lama no l’ama nessuno” (“A Lama no lo quiere nadie”), “Más trabajo, menos salario” o “Fuera, fuera la nueva policía”. El «servicio de orden», o sea la escolta personal de Lama reclutada entre obreros romanos fieles al CGIL, comenzó a ponerse nervioso. Y las pasiones se desbordaron: llovieron hostias de un lado y piedras del otro, Lama salió pitando y la refriega se saldó con la destrucción del camión que debía servirle de tribuna.

El movimiento de los indios metropolitanos era, no obstante, anterior a esta efeméride, por más que sus orígenes, como no podía ser de otra forma, sean bastante difusos. Por lo visto, desde finales del 75 operaba ya en Roma un colectivo llamado Gruppo Geronimo16. Mientras que en Milán a la altura de 1976 los Circoli Proletari Giovanili hablaban de desenterrar el hacha de guerra. Ya en el 77 había grupos que se reivindicaban como indios por lo menos en Florencia, Bolonia y Nápoles, además de varios en Roma y Milán. Pero no existía ninguna estructura de dependencia, ni siquiera de coordinación entre ellos. Los nuevos grupos simplemente surgían inspirados por una iniciativa que les había resultado atractiva o interesante. Y en cada sitio, según las gentes y su contexto particular, el experimento podía adoptar formas muy diversas. Así, mientras que en Roma parece ser que el núcleo inicial de indios metropolitanos constituía un grupo claramente diferenciado de los colectivos de autonomía obrera, en Milán la situación era muy otra.

Esto es relevante, porque comúnmente se considera que dentro de los movimientos del 77 italiano los indios metropolitanos, herederos de las vanguardias artísticas y del situacionismo, optaron por una vía más bien cultural o, si se prefiere, contracultural con sus fanzines, sus radios libres y sus performances, y la provocación, el humor y la ironía como únicas armas, en contraste con la acción directa que promovían los autónomos y, más aún, con la lucha armada encabezada por las Brigate Rosse. Sin embargo, cuando se observa a los grupos reales de cerca, tales diferencias se esfuman en el aire, ya que ni los autónomos dieron nunca la espalda a la actividad cultural, ni los indios rechazaban de plano toda forma de violencia. Por otro lado, la militancia, si puede llamarse así, de los indios metropolitanos no solía consistir en otra cosa más que en hacer el indio. De modo que no había nada que impidiese a un «miembro» de la autonomia operaia ser un indio metropolitano aunque sólo fuera por un día y para un evento concreto.

Ahora bien, si no es factible separar a los grupos en compartimentos estancos, sí que podemos decir que la de los indios metropolitanos fue una de las figuras o aspectos que adoptó el movimiento del 77. Y, en ese sentido, cabría añadir que hubo un punto en el que el disfraz de indio, en tanto que permitía despojarse de conceptos y teorías heredados, explorar los nuevos territorios recién descubiertos por la contracultura y proferir chocantes gritos de guerra, especialmente en contra del trabajo, consiguió sobrepasar al resto de actitudes de la izquierda extraparlamentaria del momento. Pues parecía revelar una incipiente conciencia de que el conflicto con el marxismo iba más allá de la deriva reformista del PCI y el CGIL contemporáneos —deriva que, en el fondo, podía tacharse de antimarxista—, de que los conceptos de Marx ya no servían para describir y transformar la realidad presente, en que el capitalismo, en virtud de sus reiteradas crisis, había condenado a una parte ya no tan fácilmente desdeñable de la clase obrera a la marginalidad, a la vida del lumpen. Visto así, podemos encontrar cierto paralelismo con la postura de los apaches de París, en la medida en que, excluidos ambos de la sociedad occidental, prefirieron alinearse con su contrario, con los salvajes. Sin embargo, a diferencia de la rebeldía individual de los apaches, los indios italianos no renunciaron nunca a la revolución; sólo le cambiaron el sujeto: ya no tanto la clase trabajadora, que, cuando de verdad lo es, se ha acostumbrado a aplazar la revolución a cambio de subidas salariales, sino los parados, los jóvenes que ven sus espectativas de futuro constreñidas a un paro de por vida, las mujeres, los marginados de toda índole (hippies, freaks, homosexuales, locos, pobladores del extrarradio); pronto se incluirá también a los inmigrantes.

El movimiento de los indios metropolitanos fue efímero, como dijimos, más aún que el de los otros grupos que confluyeron en el 77 italiano. Indagar los motivos supera nuestras capacidades. Pero lo que sí que podemos constatar es que sus incendiarios manifiestos fueron difundidos a través de medio mundo, incluida España17, sirviendo de inspiración para infinidad de nuevos proyectos. Entre ellos cabe destacar el grupo francés Os Cangaceiros, responsable de una publicación con el mismo título (1985-1987), donde llevaron hasta sus últimas consecuencias algunos de los planteamientos antedichos, equiparando sin ambages las figuras del delincuente y del revolucionario y arremetiendo contra toda forma de militancia, incluida la terrorista. Hasta donde yo sé, el grupo nunca se molestó en explicar los motivos de la elección de su nombre. Pero quizá no esté de más explicar que los cangaceiros eran una especie muy peculiar de bandidos brasileños, no necesariariamente indígenas, que fueron inmortalizados en películas con aroma a western, como O cangaceiro (1953) de Lima Barreto y, sobre todo, Deus e o diabo na Terra do sol (1964) y Antonio das Mortes (1969) de Glauber Rocha.

Aunque radicados en Francia, Os Cangaceiros se interesaron también por conflictos activos en otras partes del mundo, como Gran Bretaña, Polonia, Sudáfrica o España, siempre en búsqueda de “las revueltas de nuestros semejantes”, no para “asisitir las luchas de otros”, sino para “conocerles y tomar parte en la fiesta”18. Y, paralelamente, su pensamiento y su lenguaje hallaron eco en otras latitudes, como fue el caso aquí del panfleto Defensa incondicional de los vándalos del 1 de diciembre firmado en Zaragoza, diciembre de 1988, por Unos Caníbales19. Sin embargo, antes de hablar de las diversas identificaciones con los indios que se han producido en España a lo largo de la década de los 80, es preciso tener en cuenta dos fenómenos, que, si bien no son totalmente exclusivos de nuestro país, sí que repercutieron aquí con mucha mayor intensidad.

El primero es la divulgación de la expresión «tribus urbanas» para referirirse a lo que en otras lenguas suelen llamarse «bandas», «pandillas» (gangs), «estilos» y «culturas juveniles» o «subculturas». Resulta de todo punto imposible determinar el origen del epíteto, aunque podemos rastrear su presencia en la prensa española desde por lo menos 198420. Por otra parte, es posible que no naciera en nuestro país, ya que —aparte de la reconocida falta de originalidad de los periodistas españoles— encontramos locuciones análogas en inglés, francés21 o italiano. Pero, por por el motivo que fuera, no cuajó en otros lugares como lo hizo aquí22. Hasta el punto de que la popularidad de la expresión «tribus urbanas» ha sido motivo de continuos lamentos y reproches entre los sociológos nacionales que la consideran inadecuada o no tan apropiada como otras al abasto.

Sin embargo, para lo que aquí nos interesa ha dado mucho juego. Y es que, unida a una cierta memoria de movimientos pasados de rebelión, como los apaches, los hippies o los indios metropolitanos, podía convertirse en ingrediente de un cóctel explosivo. Así, por ejemplo, aunque el Konsejo de tribus no tenía en principio nada que ver con el mundo de las subculturas juveniles, salvo por el hecho de que alguno de los participantes se sintiera identificado a título personal con tal o cual tendencia, el uso de esa misma palabra «tribu» facilitó que sus convocatorias pudieran apelar a un público que, de no ser por ello, quizás habría permanecido indiferente; pero es que, además, parece como si esta ambigüedad hubiera sido pretendidamente buscada, tal y como vemos en una nota sobre el Konsejo aparecida en Si volem… alternatives 7 (1990), p. 33, con el título de “Tribus urbanas” e ilustrada con la típica foto de un punk. Más en general, nos parece que la vigencia del apelativo «tribus urbanas» ha podido servir a veces para que los miembros de las distintas tribus se sintieran como parte de un mismo algo, creando una base para los llamamientos a la unidad; ya que todos, punks, heavies, mods, rockers, skinheads, hippies… somos, por así decirlo, indios, y, al igual que ocurrió en América, no conseguiremos nada enfrentándonos una tribu con otra, sino uniendo nuestras fuerzas contra el enemigo común.

El segundo fenómeno al que nos referíamos es el quinto centenario del descubrimiento de América y su celebración por todo lo alto por parte de los organismos oficiales, en manos entonces del P$ØE. Aunque los principales actos conmemorativos, la Expo de Sevilla que coincidió fantásticamente con las Olimpiadas en Barcelona, tuvieron lugar en 1992, desde varios años antes se sabía de todo el tinglado que pretendían montar. Y quienes, por muchas razones, se oponían a aquella farsa no pudieron encontrar un referente mejor que los grandes ausentes en la celebración, los nativos americanos masacrados a lo largo de quinientos años de historia. La oposición al quinto centenario no estuvo ni mucho menos circunscrita a España, pero lo mismo que fue aquí donde más se celebró, es natural que fuera también aquí donde más resistencias encontró. Lo mejor de todo es que contribuyó a tender puentes de solidaridad internacional con comunidades indias todavía existentes, entre los que podríamos destacar sin menospreciar otros vínculos creados con activistas en América Latina las campañas llevadas a cabo por la liberación de Leonard Peltier, miembro del AIM en prisión desde 1977 a consecuencia del tiroteo en Pine Ridge. El grito de «Aún quedamos indios», nacido en este contexto, sirvió asímismo para unificar a los antagonistas de todos los países del mundo de una forma más transversal y global que en el 77, cuando los indios sólo eran un sector dentro de la revuelta estudiantil en Italia. Ahora son indios todos los desafectos por nacimiento o por elección, por necesidad o por gusto, porque ser indio es ser rebelde y ser rebelde significa ser indio. La insurgencia zapatista en Chiapas, a comienzos de 1994, consiguió reforzar todavía más estas identificaciones.

Estamos sobrepasando el límite del espacio que teníamos concedido y suponemos que también el de tu paciencia, querida lectora. Y, aunque son numerosísimas las identificaciones con los indios en las dos últimas décadas del siglo XX que podríamos tratar, nos parece que, teniendo presentes todos los elementos ya mencionados y dando a cada cual su justo valor en el caso concreto, bastará para hacerse una idea somera citar unas cuantas de carrerilla. Empezamos por la música, donde encontramos varios grupos cuyo nombre hace referencia a los indios, como los ingleses Flux of Pink Indians (1980-1986), The Redskins (1982-1987) aquí, seguramente, con doble sentido y Spiral Tribe (1990-1994), los franceses Kochise (1988-2004), los austriacos Seven Sioux (1988-1993), los neoyorkinos Medicine Man (ca. 1992-1993) o los leoneses Hachazo (2001-2011).

En cuanto a canciones, sería imperdonable pasar por alto “Cuervo ingenuo” (1986) de Javier Krahe, con su genial estribillo “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente” dirigido a Felipe González. Podríamos mencionar también “Run to the hills” (1982) de Iron Maiden, que parece evocar escenas de la película Soldier blue, “Escuela de calor” (1984) de Radio Futura, por aquello de “tribus ocultas cerca del río, esperando que caiga la noche” y “Leonard Peltier in a cage” (1992) de los raperos The Goats. Pero, sin duda, fue dentro del género punk y derivados donde con más frecuencia y mayor variedad de registros se recurrió al tópico del indio. Si buscamos su identificación con los jóvenes marginales de las metrópolis modernas, nos encontramos con “Les rebelles” (1985)23 y “Nuit apache” (1988) de Bérurier Noir e “Indios de Barcelona” (1988) y “Paris la nuit” (1991)24 de Mano Negra; además de los madrileños PVP con su “Raza caníbal” (1984) aunque en este caso lo descrito quizá se acerque más a un futuro postapocalíptico al estilo de Mad Max, los gaditanos 091 con “El deseo de ser piel roja”25 (1984) y los navarros Skalariak con “Calipso-reggae” (1997). También tenemos defensas de los nativos frente a su genocidio, asimilado en ocasiones a matanzas o actos de represión contemporáneos, como en “John Wayne was a nazi” (1981) de The Stains/MDC, “Red indians rock” (1986) de Gastunk, “La pesadilla americana” (1989) de La Chusma, “Piel roja” (1989) de L’Odi Social, “Cristóbal Colono” (1992) de Maniática, “Indian song” (1993) de Monstruación, “Who’s the savage?” (1993) de Sedition, “Indians are dying” (1994) de Subcaos. Y un sinfín de canciones contra el quinto centenario: “Barcelona 92” (1986) de HHH, “1992” (1989) de Juanito Piquete y los Mataesquiroles, “V centenario” (1990) de Piperrak, “V centenario” (1991) de Nocivo quienes también emplearon el lenguaje del Konsejo de tribus en “Esencia de microbio” (1991)26 y musicalizaron un canto Sioux en “Surgirán” (1992), “500 años” de Tarzán (1991), “V centenario” (1991) de Extremoduro, “El gran engaño” (1992) de Reincidentes, “La balada de la Expo” (1992) y “Poder” (1992) —por su introducción— de Maniática, “La fiesta del genocidio” (1993) de Ghetto, “V centenario” (1993) de los argentinos Los Fabulosos Cadillacs, “500 years of waiting” (1993) de los canadienses Rhythm Activism… Tampoco faltaron los recopilatorios, como No ’92 (1989), Rock subterráneo contra el V.º centenario (1991) o Concierto contra el V centenario (1993). Y encontramos también referencias indias en nombres de sellos como Apache records o One Little Indian records, apodos artísticos como Siouxsie Sioux o “El Indio”, portadas de casetes y discos, artículos y dibujos incluidos en libretos, etc.

En cuanto a publicaciones periódicas con cabeceras explícitamente indias, nos vienen ahora a la mente la revista de cómics Tótem (1977-1994), el fanzine Euskadi Sioux (1979) y un boletín antifascista francés llamado Apache (1990-1995). Podríamos incluir también el fanzine Resiste! (198?-1998), por su emblemático logo con la cabeza emplumada de un jefe indio. A otro nivel estarían Wiñay marka (1987-1994), Sobrevivir (ca. 1989), Suport mutu (1991-1996), Amigos de los indios (ca. 1991), El paliakate (1995-1998), ¡Oka hey! (1996-1998), Yo indio (ca. 2000) y Tatanka (???), dedicados en gran parte, cuando no exclusivamente, a informar sobre la realidad amerindia actual. Pero la imagen del indio se expandía mucho más allá, especialmente dentro de revistas y folletos ecologistas y fanzines hardcore/punk. Y me complace contar que casi todas las publicaciones inconformistas del momento adoptaron la práctica de saltarse la fatídica fecha de 1992, con fórmulas como “1991+1” o “No92”. En fin, si buscamos entre programas de radio, y limitándonos a emisoras libres valencianas, tenemos: El poblat indio (Radio Libertaria), El rastro de las tribus (Radio Libertaria), Hemisferio Sur (Radio Funny) y Tambor transatlántico (Radio Klara).

Pero no han sido los jóvenes contestatarios los únicos que han utilizado la imaginería india. De mayo de 1989, justo el momento en que se constituía el Konsejo de tribus —¿existirá alguna oculta relación?— hallamos un flyer de Chocolate, una discoteca de la ruta del bakalao, ilustrado con una efigie india y el rótulo “En pie de guerra”. Unos años antes la multinacional Diesel había adoptado como logotipo la imagen de un mohicano rodeado por la leyenda “Only the brave”. Y eso por no hablar de la utilización de símbolos indios por parte de equipos de fútbol americano, béisbol y otros deportes desde principios del siglo XX en USA, que ha sido precisamente el ámbito donde más se ha focalizado el debate sobre la apropiación cultural. La pregunta es: ¿no estarían haciendo lo mismo los jóvenes europeos, desde los apaches hasta el Konsejo de tribus? Se trata de una cuestión compleja y con muchas aristas y aquí no podemos profundizar tanto como quisiéramos. Pero, por una parte, creemos que, después de todo lo dicho —y, si no es así, mejor que nos dediquemos a otra cosa—, la lectora sabrá captar sin demasiado esfuerzo las diferencias entre estas apropiaciones y aquellas. Mientras que, por la otra, nos parece que, desde que el tema de la apropiación cultural se ha banalizado en la prensa, corre el riesgo de convertirse en algo así como la discusión sobre si es una herejía ponerle chorizo a la paella. Y a mí, la verdad, ese tipo de controversias me aburren un montón: échale piña a la paella, si te da la gana, llena tu cabeza de plumas aunque hayas nacido en Alfafar; que ningún discurso coharte tu libertad y tu creatividad. Lo único que me atrevería a pedirte es un poco de coherencia. La elección de ser indio, como cualquier decisión en la vida, exige un compromiso. Identificarse como indio no puede reducirse a llevar una camiseta de Diesel o pegarse un fiestón en Chocolate. Para ser indio hay que hacer el indio. Pako, participante en el Konsejo, a día de hoy todavía sigue preguntándose cuánto tiene de indio y cuánto de hombre blanco; y ríe satisfecho al contestar que la parte india aún sigue ganando.

1ellos son tanto sin engaño y tan liberales de lo que tienen, que no lo creería sino el que lo viese. Ellos de cosa que tengan, pidiéndosela, jamás dicen de no; antes, convidan la persona con ello, y muestran tanto amor que darían los corazones… Y no conocían ninguna secta ni idolatría salvo que todos creen que las fuerzas y el bien es en el cielo”. No hará falta insisitir mucho en que esta descripción de los nativos de La Española como gente de natureleza bondadosa no era incompatible con su consideración como sujetos esclavizables, tal y como se evidencia especialmente al final de la carta, donde Colón promete a Sus Altezas “esclavos cuantos mandarán cargar, y serán de los idólatras”.

2“Nam neque nobis in mentem venit quaerere, neque illi dicere, qua in parte novi illius orbis Utopia sita sit” (“No se nos ocurrió preguntar, ni a él decirnos, en qué parte del Nuevo Mundo está situada Utopía”).

3Así, en The lives of the most remarkable criminals…, Londres, 1735, vol. I, p. 353, se incluye una carta de un gentleman de Essex, según la cual el rey de los Negros se hacía llamar “Prince Oroonoko”, el nombre del esclavo negro que organizó una revuelta en Surinam en la novela de Aphra Behn.

4Marcus Rediker, Villains of all nations: Atlantic pirates in the golden age, Verso, Londres/Nueva York, 2004, pp. 52-53, 63.

5Andrea Sommer-Mathis et alii, El teatro descubre América. Fiestas y teatro en la Casa de Austria, Fundación Mapfre, Madrid, 1992.

6Véase, por ejemplo: La dominación británica en la India (1853): “La intromisión inglesa, que colocó al hilador en Lancashire y al tejedor en Bengala, o que barrió tanto al hilador hindú como al tejedor hindú, disolvió esas pequeñas comunidades semibárbaras y semicivilizadas, al hacer saltar su base económica, produciendo así la más grande, y, para decir la verdad, la única revolución social que jamás se ha visto en Asia […] Bien es verdad que al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer esos intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución“. Engels había sido más rotundo en el artículo Der Schweizer Bürgerkrieg (1847): “En todos los países civilizados el movimiento democrático aspira en última instancia a la dominación política por el proletariado. Presupone, por ende, que exista un proletariado; que exista una burguesía dominante; que exista una industria que produzca al proletariado y que haya vuelto dominante a la burguesía. De todo esto no encontramos nada en Noruega ni en la Suiza de los primitivos cantones”, citado por Pedro Scaron en su introducción a Karl Marx y Friedrich Engels, Materiales para la historia de América Latina, Pasado y presente, Córdoba, 1972, p. 7. Marx, ciertamente, era un pensador mucho más fino que Engels y más difícil de pillar; habrá notado el lector que la cita anterior terminaba en una pregunta, no en una afirmación tajante, y parece ser que al final de su vida expuso puntos de vista que podrían contrarrestar o matizar los aquí recogidos. Discúlpenme los marxianos o marxólogos si me limito a presentar lo que en determinado tiempo y lugar funcionó como koiné marxista y no «el verdadero pensamiento de Marx».

7El 18 brumario de Luis Bonaparte (1852). Véanse también La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850 (1850): “el lumpemproletariado, que en todas las grandes ciudades forma una masa bien deslindada del proletariado industrial. Esta capa es un centro de reclutamiento para rateros y delincuentes de todas clases, que viven de los despojos de la sociedad, gentes sin profesión fija, vagabundos, gens sans feu et sans aveu, que difieren según el grado de cultura de la nación a que pertenecen, pero que nunca reniegan de su carácter de lazzaroni“, y el Manifiesto del Partido Comunista (1848): “El lumpemproletariado, ese producto pasivo de la putrefacción de las capas más bajas de la vieja sociedad, puede a veces ser arrastrado al movimiento por una revolución proletaria; sin embargo, en virtud de todas sus condiciones de vida está más bien dispuesto a venderse a la reacción para servir a sus maniobras”.

8Carles Viñas, “Les Apaches: los gamberros de la belle époche como antecedentes del fenómeno racaille“, en Je suis avec la bande! Apaches: los salvajes de París, La Felguera, Madrid, 2014, pp. 91-119, p. 92.

9Resulta absolutamente inexcusable no atender a los cómics en esta época. Pero nuestros escasos conocimientos sobre el tema nos fuerzan a dejar constancia tan solo de algunos de los más conocidos: Tex (1948-1967), Apache (1958-1960), El teniente Blueberry (1963-).

10Entre otras: Dos cabalgan juntos (1961), Gerónimo (1962), El gran combate (1964), Un hombre (1967), El valle del fugitivo (1969), Soldado azul (1970), Un hombre llamado Caballo (1970), Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), Chato, el apache (1972), Buffalo Bill y los indios (1976)… Sobre la imagen de los indios en el cine de Hollywood, el documental de referencia es Reel Injun, indios de película (2009), enormemente valioso a pesar de su afán periodizador. Según el documental, habría habido tres períodos básicos en la historia del cine en relación a los indios: uno inicial de puro caos, completamente inclasificable y donde cabía de todo, desde La matanza (1914) hasta Eskimo (1933), correspondiente más o menos a la etapa del cine mudo; el clásico, iniciado por La diligencia (1939), que cimienta los tópicos del indio como enemigo y del «destino manifiesto» de los blancos en tierras americanas; y el tercero, el del western crepuscular y autocrítico, que coincide con la llegada de jóvenes hippies o izquierdistas a la industria cinematográfica. Pero, dejando a un lado que hay muchas películas que no encajan en este esquema, entre ellas varias rodadas al filo de los 50, justo después —no creo que por casualidad— de la segunda guerra mundial: Fort Apache (1948), Flecha rota (1950), la muy recomendable La puerta del diablo (1950), Más allá del Missouri (1951), Apache country (1952), Apache (1954), Yuma (1957)…; me parece que lo relevante aquí no es añadir o corregir períodos, sino advertir la existencia de una mala conciencia atávica en una parte de la población blanca por el trato dado a los nativoamericanos, que fue lo que, en el fondo, hizo posibles todas esas películas. Esta mala conciencia es patente hasta en el famoso final de La diligencia: “Bueno, se han librado de las ventajas de la civilización” (“Well, they’re saved from the blessings of civilization”).

11Soldado azul, del mismo año, todavía la supera en violencia explícita; por el contrario, Un hombre llamado caballo, también de 1970, aunque bastante gore, incide poco sobre el conflicto entre blancos e indios. Hay todavía otra película hipercruenta en esta época, La venganza de Ulzana (1972), que no he mencionado antes porque, según cómo se interpetre, podría considerarse como una película profundamente anti india (en una escena, por ejemplo, los apaches juegan a la pelota con el hígado de una de sus víctimas). Yo no lo creo así. Me parece que de lo que se trata, más bien, es de una percepción del mundo en la que la violencia lo domina todo y en donde, por tanto, la actuación de Ulzana y sus compinches es tan o tan poco legítima como la de sus perseguidores (“lo que le molesta, teniente, es pensar que unos hombres blancos actúan como indios”, “[odiar a los apaches] es como odiar al desierto por no tener agua”); algo un poco más serio que pretender distinguir entre «indios buenos» e «indios malos».

12Inaugurado el 31 de enero de 1977. Curiosamente, por los mismos años en que se realizó la película, el sociólogo Albert Meister imaginó también una sociedad utópica que se desarrollaba en los pisos subterráneos de lo que será el Centre national d’art et de culture Georges Pompidou: Beaubourg, una utopía subterránea, Enclave de libros, Madrid, 2014.

13“Muchos otros Custer siguen con vida […] Habrá otros Custer que matar”.

14Rafael Argullol, “Desolaciones de la quimera: La movilización estudiantil italiana”, en El viejo topo 10 (Julio 1977), p. 7.

15Resulta imposible resumir en pocas líneas el contexto completo de la Italia de aquellos años. Remitimos a la interesada a dos libros, entre los muchos que hay: Nanni Balestrini y Primo Moroni, La horda de oro 1968-1977: La gran ola revolucionaria y creativa, política y existencial, Traficantes de sueños, Madrid, 2006 y Marcello Tarì, Un comunismo más fuerte que la metrópoli: La autonomía italiana en la década de 1970, Traficantes de sueños, Madrid, 2016. En italiano existe esta utilísima web: https://www.culturedeldissenso.com/

16También en 1975 empezó a funcionar en Heidelberg la Indianerkommune, de menos fausto recuerdo.

17Cfr.: Fernando Mir C. “Italia 77: Salud, indianos, los que estamos en las praderas os saludamos”, en Ajoblanco 22 (Mayo 1977), pp. 4-9; Miguel Morey, “Los indios metropolitanos ensayan la revolución” en El viejo topo 8 (Mayo 1977), pp. 65-66; Rafael Argullol, op. cit., pp. 4-10; R. “Crónicas de El Dorado rojo: Acerca del «Congreso sobre la represión en Italia» celebrado en Bolonia”, en Ajoblanco 27 (Noviembre 1977), pp. 4-7; Aldo Garzia, “Sombras rojas en Bolonia”, en El viejo topo 14 (Noviembre 1977), pp. 45-46; “El movimiento libertario en Italia”, en Bicicleta 1 (Noviembre 1977), pp. 22-25; Javier Valenzuela, “Italia-España: Contra la represión a los marginados”, en Los marginados 6 (Diciembre 1977), pp. 11-12; Escapulari-0, “Comunicado de los indios metropolitanos de Roma [cómic]”, en Los marginados 7 (Febrero 1978), pp. 11-12; Pepita Grillada, “Italia: El desencanto de las siglas”, en Bicicleta 11 (Diciembre 1978), pp. 22-24.

18“Nous, Cangaceiros”, publicado originalmente en el número 2 de la revista Os Cangaceiros (Noviembre 1985) y recogido en la Selección de artículos de la revista Os Cangaceiros (1985-1987), Pepitas de calabaza, Logroño, 2005, pp. 9-13.

19Texto recogido en Os Cangaceiros, España en el corazón: Actas de la guerra social en el Estado Español (1868-1988), Pepitas de calabaza, Logroño, 2003, pp. 165-205. No me resisto a citar el siguiente fragmento: Cuando la cómica fracción de la chusma militante y periodística que apoyó «radicalmente» el movimiento argelino precisamente porque lo habían comprendido de manera radicalmente falsa pudo apreciar lo mismo en sus propias narices, de la misma manera que no habían previsto nada, nada comprendieron. Estos activistas y columnistas supuestamente contestatarios y subversivos sólo han sentido terror ante el cariz marcadamente amenazador que este brote de desenfrenado salvajismo representa para su apacible embotamiento existencial. Y es que cuando la realidad y la extensión de la miseria es puesta de relieve por la furia incontrolada que provoca, esta revelación tiene algo de sacrilegio para todos los que participan en el trucaje espectacular de la guerra social; en todo caso están muy mal colocados para comprender sus manifestaciones reales, aun en el caso irreal de que quisieran. Quienes organizan el espectáculo de la negación no entienden en qué consiste la miseria de todos los días y la violencia que lógicamente engendra; sólo les queda chillar para exorcizar su miedo y llamar a la poli para restaurar el orden de las cosas y las cosas al orden. ¿Quién sino ellos para tolerar, fomentar y perpetuar la miseria modernizada en su propia casa sin dejar de extasiarse en la contemplación del exótico subdesarrollo revolucionario más allá de sus fronteras? (p. 197).

20Héctor Fouce Rodríguez, en su tesis “El futuro ya está aquí”: Música pop y cambio cultural en España. Madrid 1978-1985, Universidad Complutense, Madrid, 2002, p. 323, recoge entre su bibliografía un artículo de Diego Manrique, “Las nuevas tribus urbanas”, que apareció en el número del 16/12/1984 de El País semanal. En la web de Agente Provocador puede leerse el reportaje de Manolo Sanabria, “Tribus 85: morir con la chupa puesta” publicado en el número 4 (Abril 1985) de la revista Destino. El único estudio que conozco dedicado a analizar la presencia de la expresión en la prensa española es el de Joel Israel Gutiérrez, “El fenómeno mediático de las tribus urbanas a través de El País“, en Revista de estudios de juventud 64 (2004), pp. 29-38. Joel registra el uso del vocablo sólo a partir de 1985 y una de sus conclusiones más interesantes es que, tras una fase inicial con una incidencia bastante baja (unas 5 apariciones anuales a lo sumo), la frecuencia se disparó entre los años 1994-1996 (alcanzando las 56 en 1995), justo el momento en que a la prensa le dio por publicar a su manera, claro todas las noticias referentes a agresiones nazis.

21En francés existe algún que otro libro que hasta la incluye en su título, como Les nouvelles tribus urbaines: Voyage au coeur de quelques formes contemporaines de marginalité culturelle (1999). Algunos estudios poco informados señalan al ensayo de Michel Maffesoli Le temps des tribus: le déclin de l’individualisme dans les sociétés de masse (1988) como lugar de acuñación del término. Y, aunque la locución “tribus urbaines” aparece unas pocas veces (tres, para ser exactos) a lo largo del texto, por un lado, ya hemos visto que su presencia en la prensa y, por lo tanto, en el habla común era algo anterior, mientras que, por el otro, lo que Maffesoli llamaba «tribus» abarca a todos los miembros de la sociedad contemporánea, no sólo ni especialmente a los jóvenes marginales. Curiosamente —y bastante indicativo de cómo se entendía y a qué se asociaba la palabra «tribu» en la España de la época, la editorial Icaria eligió como portada de su versión castellana del libro de Maffesoli en 1990 un primerísimo plano del rostro extravagantemente maquillado de una punk, lo que sin duda ha fomentado la confusión.

22Una búsqueda de “tribus urbanas” en Google a fecha del 21/11/2023 arroja 1.060.000 resultados, frente a los 176.000 de “urban tribes”, los 21.300 de “tribus urbaines” y los 5.840 de “tribù urbane”.

23Un grito por la unidad de las tribus; versión con la letra muy cambiada de “Troops of tomorrow” de The Vibrators (1978)/The Exploited (1982) y versionada, a su vez, por Tarzán y su Puta Madre Okupando Piso en Alcobendas en “Somos los autónomos” (1988).

24Debo la mayoría de referencias francesas de finales de los 80 y principios de los 90 al artículo ya citado de Carles Viñas, p. 116. Ahora bien, me parece que Viñas comete el error de interpretarlas como una recuperación limitada a Francia de los apaches de París, obviando todo lo que hubo entre medias: hippies, indios metropolitanos, tribus urbanas, internacionalismo… Precisamente en el entrecruzamiento de todos esos elementos y la ausencia de un único referente indiscutible está la gracia de canciones como “Nuit apache” e “Indios de Barcelona”.

25Deseo de ser piel roja es también el título de un relato breve (1913) de Kafka, de un ensayo (1994) de Miguel Morey —quien ya había escrito sobre los indios metropolitanos italianos a la altura de 1977 (v. supra)— y de una película (2001) de Alfonso Ungría. Ante tanto deseo, tal vez convendría entonar el estribillo de la canción de The Rocky Horror picture show (1975): “Don’t dream it, be it”.

26“Sólo el Viejo Indio escucha la voz del Halcón. / Sólo él vive con la Tierra. / El Hombre Blanco barrió sobre ella”.

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